Recordemos hoy a John Davison Rockefeller, el primer billonario de Estados Unidos y el más rico de su historia: cuando falleció, en 1937, su fortuna era de 1.500 millones de dólares (el 1,52% del PIB del país), equivalentes a unos 330.000 millones actuales. También el industrial más exitoso y poderoso de su tiempo, artífice del primer monopolio petrolero y uno de los pioneros de la gran corporación moderna. Fue, además, el patriarca de la dinastía norteamericana más conocida e influyente y el mayor filántropo del mundo.

Desde niño apuntó llamó la atención, pues les vendía trozos de caramelos a sus hermanos.

En la cima de su carrera, al frente de la suprema Standard Oil, Rockefeller no gozó de tal predicamento. Se le acusó de pagar sueldos irrisorios, aplastar los sindicatos, confabularse con los ferrocarriles, levantar su monopolio chantajeando y absorbiendo a la competencia y extorsionar a políticos.

Robber barons (barones ladrones)

Para los medios de comunicación y la opinión pública, era el más despiadado de los llamados robber barons (barones ladrones), el grupo de empresarios que se hicieron millonarios y dominaron la industria norteamericana en el último tercio del siglo XIX. También el más hipócrita. En una caricatura de la época aparecía dando monedas con una mano, en referencia a su conocida actividad caritativa, mientras robaba sacos de oro con la otra.

Aunque siempre se presentó como alguien venido de la nada, el clima de inseguridad económica en que creció Rockefeller, nacido en 1839 en Richford (Nueva York), no se debió tanto a la falta de dinero como a la personalidad de su padre.

William Avery se ganaba la vida como falso doctor vendiendo elixires medicinales para curar el cáncer, una ocupación que le llevaba a recorrer el país durante meses. Debido a sus ausencias, su mujer, Eliza, y los cinco hijos de ambos vivían del crédito que les concedía el economato local, cuenta que William saldaba a su regreso cargado de dólares.

Lejos quedaba el sacrificio ejemplar de los antepasados del clan Rockefeller, que en 1723 comenzaron a emigrar al nuevo mundo desde Coblenza (Alemania).

Como nunca sabía cuándo iba a volver su marido, Eliza, una devota baptista de moral recta, hizo de la frugalidad virtud. De la entereza de su madre, John heredaría su profunda religiosidad y un gran respeto por las mujeres. De su padre, el gusto por el dinero, que aquel exhibía en sus raras apariciones cual Papá Noel, con alegría y regalos, y el consejo de llevarse siempre la mejor parte en cualquier negocio. También, por oposición, compensó su carácter temerario con un acusado sentido de la prudencia.

“Decidí que el dinero trabajase por mí”

Rockefeller, con siete años vivió su primera experiencia comercial. Tras descubrir dónde ponía los huevos un pavo salvaje, crió a los polluelos con el requesón que le daba su madre y los fue vendiendo.

El chico, que ya había empezado a ahorrar en una hucha azul, reunió el dinero suficiente para, al cabo de tres años, prestar a un granjero 50 dólares al 7%. Cuando recuperó su capital más 3,5 dólares de intereses, tuvo su momento eureka: “Decidí que el dinero trabajase por mí”, pues por entonces ganaba 1,12 dólares por tres arduas jornadas de diez horas desenterrando patatas.

Su madre también le inculcó la obligación de donar, por poco que fuera, a la Iglesia y a los pobres.

Era serio, cumplidor y reservado

Más tarde, en 1853 la familia se mudó a un suburbio de Cleveland, en Ohio. Rockefeller era, según sus amigos, un joven serio y cumplidor, además de reservado, religioso y metódico. En el instituto conoció a Laura Celestia Spelman, de buena familia y con quien se casaría a los 25 años. Después hizo un curso de negocios de diez semanas en el que aprendió contabilidad y los fundamentos de las transacciones comerciales.

A los 16 años, en 1855, consiguió su primer empleo como ayudante contable en Hewitt and Tuttle, comisionistas mercantiles en productos agrícolas. En 1858 ya ganaba 600 dólares anuales, pero cuando pidió un aumento de sueldo, se lo negaron, empezó a mover hilos para establecer su propio negocio. Las dos grandes ambiciones de su juventud eran ganar 100.000 dólares y vivir cien años, y estaba dispuesto a hacerlas realidad.

El descubrimiento de petróleo en Titusville, Pensilvania

Luego, montó una firma de comisionistas al por mayor con Maurice Clark, un inglés que trabajaba para otra empresa del sector. Rockefeller había ahorrado mil dólares, pero necesitaba otros mil para la inversión inicial y se los pidió a su padre, que se los prestó a un 10% de interés. Volvería a pedirle dinero para afrontar la expansión del negocio. Aunque el comportamiento de su padre parezca inexplicable, como él mismo decía: “Timo a mis hijos siempre que puedo. Quiero que se curtan”.

Tan solo en su primer año de andadura, la firma obtuvo 4.000 dólares de beneficios con unos ingresos de 450.000 dólares. El inicio de la guerra civil en 1861 y la oleada de pedidos del Ejército hicieron subir los precios como la espuma, consolidando el éxito del negocio. Dos años antes se había producido el acontecimiento que cambiaría la vida de Rockefeller: el descubrimiento de petróleo en Titusville, Pensilvania.

Rockefeller and Andrews

Samuel Andrews, un químico inglés, le convenció para que invirtiera en la refinería que proyectaba construir en Cleveland. Así fue como nacieron Andrews, Clark and Co. Pero la industria petrolera, aún en mantillas, era un negocio tan arriesgado y especulativo que la firma no despegó. Audaz como nunca, Rockefeller la compró pidiendo un préstamo, y en 1865 fundó Rockefeller and Andrews, reseñó la revista Historia y Vida, número 540.

Tras la guerra civil, Estados Unidos pasó rápidamente de una economía agrícola y artesanal al desarrollo industrial. Rockefeller se posicionó en el momento.

Advirtió la oportunidad que ofrecía el crecimiento del ferrocarril y el de una economía que demandaba cada vez más queroseno. Solicitó cuantiosos préstamos, compró la refinería de su hermano e incorporó a nuevos socios, rodeándose siempre de la gente más capaz.

Standard Oil Company

Rockefeller a los 31 años, constituyó la Standard Oil Company, con un capital de un millón de dólares y él mismo como presidente.

A pesar de que la Standard Oil se erigió en la refinería más rentable, la incipiente industria del petróleo, con cada vez más actores pequeños, se hundió en una guerra de precios autodestructiva. Su respuesta, con su nueva empresa en peligro, fue sustituir la competencia por las eufemísticas “cooperación” o “combinación”, inaugurando, junto con los otros barones ladrones, el capitalismo monopolista.

“La masacre de Cleveland”

En menos de cuatro meses, la Standard Oil absorbió a 22 de sus 26 competidores en lo que se conoce como “la masacre de Cleveland”. Rockefeller fue vilipendiado por primera vez por la prensa y la sociedad. Desde ese momento, las críticas y el desprecio le acompañarían siempre.

En su defensa, dijo: “No nos quedó más remedio. El negocio del petróleo era un caos que empeoraba cada día. La combinación ha llegado para quedarse. El individualismo no volverá”.

El plan siguió con una larga serie de reorganizaciones y fusiones que culminarían en 1882 en el primer trust corporativo de la historia y el más importante de Estados Unidos: el Standard Oil Trust, una concentración horizontal en un solo holding que evitaba la figura del monopolio, pero en la práctica lo era.

¿Por qué no se le pararon los pies? En un entorno de tan rápida evolución como la primera industrialización, el problema era legal: de vacío, primero, y de falta de instrumentos eficaces, después.

El Congreso reaccionó tarde y mal. Aprobó la ley antimonopolio Sherman en 1890, pero dejó a los tribunales su aplicación, y esa batalla, que Rockefeller alargó con una legión de abogados, apenas dio frutos. En 1900 seguía refinando y comercializando el 90% de todo el petróleo producido en el país.

Filantropía, el golf y sus mansiones

En 1895, a los 56 años, Rockefeller se jubiló, aunque mantuvo el cargo de presidente de la Standard Oil hasta 1911. Libre de obligaciones y ya billonario (por su participación en esa y muchas otras empresas), se entregó en cuerpo y alma a la filantropía, el golf y sus mansiones.

Aunque contemplaba la caridad como su otra razón de ser aparte de los negocios, se creía víctima de una injusta calumnia. Para contrarrestar ideó, un sistema filantrópico tan ambicioso como su imperio petrolero.

Al morir se había desprendido de la mitad de su fortuna, pero no logró disipar el recuerdo de la Standard Oil

En todo caso, actuó hasta el último suspiro sin asomo de culpa, convencido de haber tenido la razón de su parte: “Dios me dio mi dinero. Siempre he considerado un deber religioso ganar todo el dinero que honradamente pudiera y usarlo por el bien de mi prójimo según los dictados de mi conciencia”.

Su hijo John D. Rockefeller Jr. recompuso la imagen de la familia mediante una operación de relaciones públicas más eficaz. Donó cientos de millones de dólares que transformaron EE.UU. y dejaron a la dinastía el mejor de los legados: un nombre que ya no era sinónimo de la codicia corporativa, sino, como reza el mantra familiar, del “bienestar de la humanidad”. (S. R.).

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