©José Lucio León Duque
SACERDOTE DE LA DIÓCESIS DE SAN CRISTÓBAL
Párroco de la Parroquia “El Sagrario Catedral”

Reflexión en el momento actual a la luz del Evangelio de San Lucas 7, 11-17

“En aquel tiempo iba Jesús de camino a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: Joven, a ti te digo: Levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo. Y lo que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.”

UNA MUJER, UN ATAÚD, UN CORTEJO. Estos son los elementos básicos en el relato de Naim que coloca como escena la normalidad de la tragedia en la que se vislumbra el dolor más grande del mundo: la muerte. Es la oscuridad que absorbe la vida de una madre, de quien está privada de aquello que es más importante en su vida. Ese frío imprevisto denota y prevé que, de ahora en adelante, las cosas no serán como antes.

Esa mujer era viuda, tenía solo un hijo, él era todo para ella. Dos vidas precipitadas en un ataúd. Cuántas historias existen así en la actualidad. Cuántas familias donde la muerte es de casa. El Evangelio muestra a Jesús que llora junto a la mujer. Jesús entra en el corazón de esta mujer, de esta madre. Entra en la ciudad como forastero y se convierte en prójimo.

¿QUIÉN ES EL PRÓJIMO? Le preguntarían en una ocasión. Quien se acerca al dolor de los demás, quien se carga sobre sus hombros la tristeza de quien sufre, quien busca la manera de consolar, aliviar, curar en la medida de lo posible. El Evangelio nos dice que Jesús sintió compasión por ella. La primera respuesta del Señor es probar dolor por aquel de la mujer. Ve el llanto y se conmueve, no prosigue sino que se detiene y dice con ternura: “no llores”. Aun así, no se conforma de sentir compasión, Él la consuela liberándola. Se acerca a una persona que se pregunta: ¿por qué me está sucediendo esto? ¿Qué he hecho? Ninguna señal nos dice que aquella mujer fuese una creyente más que otros y aun así, Jesús está allí.

Lo que hace mover el corazón de Jesús es el dolor, su sufrimiento, su vida. Aquella mujer no pide nada, pero Dios escucha su súplica, la súplica universal y sin palabras de quien no sabe cómo pedir, de aquel que tal vez no tenga fe y Él se acerca, cercano como ella al cuerpo inerte de su hijo, cercano como el mejor de los padres: misericordioso, tierno, sencillamente padre. Se acerca al ataúd, lo toca, habla: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”, es el verbo usado para la resurrección. Se lo devuelve a su mamá, a su abrazo amoroso, le devuelve la vida, la esperanza, a los afectos que lo hacen sentirse vivo, a ese amor que solo encontramos en la vida.

TODOS GLORIFICABAN A DIOS DICIENDO: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.” Jesús profetiza, anuncia a Dios en medio de su pueblo con su palabra, con su actitud. Anuncia a Dios en Naím y a cada “Naim” del mundo que se acerca, que llora, que sufre…y Él escucha su súplica. Anuncia la esperanza a quienes el dolor pareciera destrozarle el corazón y nos invita a transformar ese sufrimiento en esperanza, en vida, en fe, siendo cercanos con los que puedan pensar que todo ha terminado con el dolor.

MARÍA SANTÍSIMA, madre del maestro de la esperanza y del amor, haz que seamos cercanos a aquellos que, alejados de Dios o cercanos a Él, se convierten en prójimo que ayudan a sembrar esperanza en medio de las dificultades. Así sea.